Soñé una forma monoteísta que me hizo lanzarme
al desierto contrario a la Meca
en busca de feligreses, de perros
moribundos, tatuados con los otros recuerdos
de los que yo soy madre.
Intenté soltar mi Palabra,
pero las opresoras bocanadas de arena
me secuestraban la traquea,
y me hacían olvidar mi Arabia,
y me cegaban los ojos como una inmensa lagaña de oportunidades.
No hay Yo más que Yo, les prometí
y cuando sufrieron hambres y penas me siguieron,
y me repitieron mis palabras a coro,
en sonetos bisiestos.
Dijeron que atraparían todo el desierto en bolsas de plástico
y yo les creí, del mismo modo que ellos creían en mi.
Me acomodaron el trono en el tope de la montaña,
observé cómo mandaron a las niñas descalzas
a aprehender el seco de mediodía.
Sentí que era un halago,
e ignoré por completo que los pequeñísimos pies
se deshacían en pus y sudor.
A los impuros les advertí
que mis seguidores harían lo que fuera por mí,
les ofrecí la oportunidad de unirse a mi Ummah.
¿Quién eres, Califa Señora?, en sus pergaminos de lágrimas,
les contesté que era Yo,
Que las estrellas brillan aún en el cenit.
O eso quise hacer.
Pero la arena sólo me permitió un “Soy”.
Le fue suficiente, pensé, porque cayeron en sus rodillas
Dispuestos a ser consumidos por las criaturas de abajo
Regresé, al fin del día, al trono en la montaña
Acaricié los huesos que lo componían
y elevé la mirada hasta lo alto, por encima
de las niñas descalzas, que ya no eran.
Tan arriba y distanciada, sentí que por fin
estaba sola, y atreví cerrar los ojos.
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